and I say

wake up and be ~

jueves, 10 de septiembre de 2015

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Todos tenemos un mal día alguna vez, de esos donde parece que la vida dirige un complot en tu contra para que se orquesten una seguidilla de sucesos, acciones, palabras y momentos que se acumulan y elevan hasta el punto en que tenes ganas de tirar todo al carajo. Calma, respira hondo, va a pasar. Es bastante cínico y a veces te hace pensar en lo irrelevante que es todo el hecho de que todo pasa, sí, todo. No, no quieras darme excepciones, por un momento seguime el juego. Con ese pensamiento en tu cabeza, te esmeras en ponerle onda, la seguidilla sigue, bueno, bocha de onda, y llega un remate, y la onda te la metes ya sabes dónde. Ok, me cansé, que se curtan todos. No, no te alarmes, esta parte del proceso es genial y no es tan negativa como todos creen. En el momento en que le restas valor a todo lo que te pasa y llevas todo al mismo nivel, heterogéneo, de importancia, molestia y de que se vayan todos al carajo, sucede algo hermoso. Una vez que aceptaste que tenes un mal día y lo ves como lo que es, dejas de querer huir de su existencia, de negar cuánto te pesa y de querer pretender que no te duele. Porque sí, duele, porque sí, te molesta, y sobre todo sí, tenes un mal día y tenes ganas de tirar todo por la ventana e irte corriendo a mojar los pies en la playa. Entonces esa furia asesina, ese enojo mortal y toda la frustración que venís masticando adentro tuyo, encuentra una meseta, se empieza a calmar. Y todas esas pequeñas cosas que pasaban desapercibidas por lo muy ensimismado que estabas centrándote en tus problemas, empiezan a brillar y a acariciarte el alma. La hoja del árbol que cayó frente a tus pies, ese camino de hormigas trabajando en fila, la sonrisa de una niña, el gusto del té, que caiga una gota de lluvia en tu nariz, que el colectivero te cobre menos el boleto porque lo saludaste, que alguien te ponga la mano en el hombro para hablarte, un plato de comida casero, ser el afortunado en comprar el último turrón del kiosko, que venga el bondi cuando apenas llegas a la parada, aquella canción sonando en tu mente u oídos, ese párrafo del libro que estás leyendo, cruzarte con tu vecino y que te sonría, llegar a casa y hacer un capullo de frazadas, que alguien te pregunte como estás y le importe la respuesta, bailar sin darte cuenta siguiendo el ritmo, hacer cruces con las baldosas, encontrar 20 pesos en el bolsillo de la campera, que tu abuela te haya dejado comida en un tapper, y un gran infinito etc que cada cual puede completar a su gusto. Hay rachas, a veces tenemos muchos malos días seguidos y esa parte de calmarse para poder llegar al estado de aceptar lo que es y apreciar los detalles no siempre llega. Y es abrumador, te da ganas de llorar, de alejarte del mundo y esconderte en tu cama, no salir para que nadie tenga la chance de alterarte. A veces esperas que alguien note tu ausencia y casi apelando a la telepatía sepa que precisas que te rescaten, pero pocas veces suele suceder. Cuando sucede es hermoso, porque de repente sentís que el universo alineó los planetas solamente para recordarte que aun podes sonreír y que el poder apreciar los detalles depende de vos, de tus ganas. Entonces, su simple presencia o un conjunto de palabras bastan para hacerme sentir toda la felicidad que me dan todas esas pequeñas cosas que enliste antes; respiro hondo y me siento fuerte otra vez. Yo puedo, me repito. El hecho de saber que hay personas ahí esperando lo mejor de mí, hace que hasta el peor día pueda terminar con una sonrisa.