and I say

wake up and be ~

lunes, 28 de marzo de 2011

Cuenta cuentos nº8: Mensaje en una botella

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que solo alivian el tiempo y las circunstancias de las familias numerosas. Veinte años después, mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un mensaje en el interior. "Este es un mundo como cualquier otro", decía el mensaje. 
A penas escucho mamá la noticia, se desmayó. Papá pensó que Eloy estaba haciendo una broma de mal gusto o que había respirado mucho humo. Pero nadie le dio mayor importancia al acontecimiento y fue intranscendente para todos, menos para mí y Eloy. Aun así, esperábamos la ocasión propicia para proceder con un plan que tramamos a lo largo de seis meses.
Mediados de Noviembre y se hacía la competencia anual de glotonería. Papá había perdido su título el año pasado. Impulsado por su orgullo, entrenó duro, incluso cuando esto le costó subir unos treinta kilos. Era un viaje familiar de 700 kilometros, hospedarse en el mismo hotel de mala muerte y pasar una semana leyendo libros polvorientos del aburrimiento. Con Eloy fingimos estar enfermos y a fuerza a convencer a mamá de que viajase de todos modos con papá, logramos quedarnos solos para poder ejecutar nuestro plan.
Ese Domingo lluvioso, papá y mamá se fueron en la furgoneta, cenamos y nos acostamos temprano. Despertamos, desayunamos, fuimos a comprar provisiones y después de algunos preparativos, bajamos por el pozo con Eloy.
La bajada fue complicada, pero gracias a nuestros guantes de jardinería, pudimos deslizarnos sin quemarnos las manos. Después de una hora, llegamos al fondo y nadamos por un túnel que parecía no tener final. Cuando vimos velas a los costados, supimos que estábamos llegando a destino. Nos encontramos con una puerta de hierro que nos costó abrir, pero después de varios intentos, lo logramos. Al ver lo que había del otro lado, la sorpresa fue inminente. Una ciudad se erguía al mejor estilo Venecia, con personas que iban y venían en canoas.
Esquivamos canoas y subimos a la vereda, empapados. La gente nos saludaba amigablemente y no les parecía raro que estuviésemos ahí. Se veía como cualquier ciudad normal; bares, cines, negocios, shoppings, teatros, plazas, lo típico pero con agua mediante. Caminamos horas y horas, recorriendo y observando, tratando de encontrar algo extraño en la ciudad, pero no lo logramos, llegando a la aburrida conclusión de que Alberto cuando dijo “este es un mundo como cualquier otro” no estaba exagerando.
Estábamos en lo que suponíamos era el centro de la ciudad, donde varias avenidas se entrelazaban y había un parque enorme, y frente a él un edificio gubernamental. Nos sentamos en el pasto y almorzamos al mejor estilo pic-nic, bastante decepcionados. La que creíamos sería una aventura sin igual, era exactamente lo mismo que ir de viaje con los viejos. Terminamos de comer y cuando nos levantábamos, nos percatamos de una enorme estatua que se erguía en el centro de la plaza, la miramos y el hombre esculpido nos resultaba levemente familiar. Cuando creíamos que ya estaba todo perdido, vimos la placa de la estatua y se trataba de nada más ni menos que de un monumento a nuestro hermano Alberto. Según decía allí, era por salvar de una crisis importante a la ciudad, haber limpiado los canales de agua y haber terminado con la epidemia de sapos y pirañas. Entonces comprendimos que el joven Alberto que vimos partir a la edad de cinco años era un héroe bajo la tierra de nuestra propia casa.
Entusiasmados con Eloy, fuimos directo al edificio gubernamental a buscar a Alberto o alguna información sobre él. Lo más extraño es que desde que tramamos el plan y habíamos llegado, jamás se nos había pasado por la cabeza la idea de ver o buscar a Alberto, rescatarlo o lo que fuere. Hubiese sido lo más lógico, pensarlo, pero nosotros sólo fuimos víctima de nuestra propia curiosidad, de nuestra sed de algo nuevo y diferente, para poder salir un poco de esa tenue y gastada rutina que nos envolvía en el día a día desde que teníamos uso de razón.
Seguro que ni se acuerda de nosotros – dijo Eloy en tono de chiste, pero yo sabía que el brillo de su mirada era triste. Que extraña es la situación; ir a ver a un hermano el cuál hace más de veinte años que no ves. No podía cuadrar en mi mente una forma de llamarlo o tratarlo. No me sentiría cómodo con un tono familiar aunque éramos familia ¿éramos? Somos familia, literalmente, aunque no podría decir que somos familia porque hace veinte años que no hablábamos y vivimos juntos. Veinte años es mucho tiempo, es casi toda mi vida. ¿Con qué cara le voy a hablar a un hermano que no siento hermano? ¿Qué se supone que le deba decir? ¿Qué haces Albertito tanto tiempo? ¡Cómo creciste! Era tan absurdo y obvio que pecaba de patético. Mientras pensaba más y más en todo esto, me daba cuenta de que con Eloy habíamos disminuido el paso y estábamos rosando el detenernos por completo. El entusiasmo se había desvanecido. Creo que Eloy está pensando lo mismo que yo, que esta situación es absurda e incongruente, que no tiene sentido. Desde el principio esto no tenía sentido, si lo pienso. ¿Qué se supone que esperábamos? ¿Encontrar la ciudad perdida de Atlantis o el centro de la Tierra con demonios que trabajan en la oficina de la maldad? Me sentía entre estúpido e infantil. Me detuve y note que Eloy siguió caminando, sin notar siquiera que no estaba más a su lado.
Eloy volteó y sonriendo me dijo – terminemos lo que empezamos, sino el viaje no tendrá sentido. Parecía un discurso de película, concreto y maduro, en la parte donde todos nos emocionamos por tales palabras de aliento. Corrí hasta Eloy y continuamos juntos.
Una vez en el edificio gubernamental, entramos y preguntamos a un secretario enano, calvo y obeso sobre Alberto. El hombre deslizo las gafas de leer que llevaba y nos miró de reojo. ¿Quién lo busca? – preguntó con voz ronca. Sus hermanos, respondimos nosotros. Los ojos del sujeto se engrandecieron y corrió tras una secretaria, la secretaría corrió tras otro hombre y así una cadena que parecía no terminar, mientras sentía que habíamos desatado el nudo del velero y estábamos naufragando en la incertidumbre misma. No hay retorno, me dije.
Una puerta enorme de hierro negro con detalles en plata se abrió y un hombre de traje refinado nos hizo un ademán. Pasamos y lo seguimos por largos pasillos de mármol y madera, en una estructura arquitectónica que parecía laberíntica. Llegamos a una habitación principal donde había dos guardias resguardándola. El hombre de traje les habló el oído y abrieron la puerta para dejarnos pasar. Era una especie de despacho presidencial, y tras un escritorio se encontraba Alberto, totalmente sorprendido.
Eloy y yo no sabíamos cómo reaccionar. Alberto se acercó y nos dio un abrazo. Los estuve esperando, pero tardaron tanto que ya había perdido las esperanzas de que vengan, nos dijo. Y ahora los sorprendidos éramos nosotros. Alberto nos invitó a tomar asiento y charlamos un poco de cómo iba la vida arriba. Tan aburrida como me la imaginaba, nos contestó. Entonces le preguntamos cómo llegó a convertirse en presidente y héroe de la ciudad. La conversación se extendió por horas y nos ofreció quedarnos en su casa esa noche y cenar juntos.
En la mansión donde vivía Alberto conocimos a nuestra cuñada, Lucía, y sus dos hijas, Charlotte y Charize. Luego de la cena, nos sentamos en sus amplios sillones de la biblioteca y nos hizo una pregunta que nos desconcertó - ¿Piensan volver? Y entonces nos dimos cuenta que habíamos planeado este viaje para que durase dos semanas, el tiempo que papá y mamá estarían fuera de casa, pero no se nos había cruzado por la cabeza intentar tener una vida más emocionante debajo de la tierra. Con Eloy le explicamos la situación y Alberto nos dijo que podría darnos un puesto en su gobierno y podríamos vivir tranquilos. Eso era mucho más de lo que hubiésemos aspirado a tener algún día, la oferta era realmente tentadora. Pero por nuestras mentes se pasaban tantas preguntas y dudas, la principal era qué hacer con papá y mamá.
Concluimos en que lo pensaríamos y que tomaríamos esas dos semanas para conocer el lugar y tomar una decisión. Fueron dos semanas que se pasaron muy rápido, entre las que vivimos reuniones con Alberto, jugamos con nuestras sobrinas, visitamos espacios culturales y viajamos en canoa a otras ciudades a través de los canales. La idea de quedarnos estaba casi tomada, pero seguíamos con la cuestión de nuestros padres. Entonces redactamos una carta en la cual les explicábamos toda nuestra aventura y que nos quedaríamos viviendo aquí, junto a Alberto, que era un hijo respetable que había llegado muy lejos del cual deberían estar orgullosos. La dejamos junto a la puerta de casa.
Es el día de hoy, que ya pasaron cinco años y nunca recibimos respuesta de nuestros padres, ni vinieron a visitarnos. A veces me pregunto que habrá pasado con ellos, si se lo habrán creído o habrán reaccionado del mismo modo que cuando llegó el mensaje embotellado de Alberto. Lo cierto es que nunca tuve el valor de subir y saberlo, ni de enfrentarlos y decirles que prefería vivir aquí porque era mucho más divertido y sentía que tenía más futuro que allá arriba. Pero a veces, tengo sueños en los que papá y mamá nos envían un mensaje embotellado, en el cual me dan ánimos para subir. Lo espero con ansias. Espero continuamente que alguien me dé una razón para volver y enfrentar una realidad que supere la que vivo ahora, del mismo modo que sucedió cuando estaba allá arriba.
Supongo que los milagros suceden sólo una vez en la vida.

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